jueves, 2 de octubre de 2014

Capítulo 2: Iona.

Otro día de lluvia más se dejaba verter sobre los verdes campos del sur de Irlanda. En una pequeña casa muy a las afueras de Cork había vivido su infancia, pubertad y entrada adolescencia una joven de pelo oscuro y rizado hasta la mitad de la espalda. Siempre tuvo ojos de color marrón oscuro casi negro, y siempre fueron ojos tristes. Su apariencia no era la típica apariencia que se espera de una muchacha irlandesa, pero aun así mantenía la característica tez pálida de su gente y su piel estaba salpicada de pecas. 
La joven se llamaba Iona y cuando se presentaba, se presentaba como Iona Morrison aunque éste no fuera su apellido real. Lo hacía como homenaje a su ídolo de toda la vida, el gran Van Morrison, quien la había acompañado a través de su viejo reproductor de vinilo durante cada momento azul y cada frustración adolescente, ambas cosas cada vez más comunes en el día a día de Iona.
No se sentía en absoluto orgullosa de sus padres, quienes trataban de enjaular su alma de pájaro libre. Ella respondía actuando aun más de la manera de la que ellos trataban de alejarla. Soñaba con escaparse a Londres, pero lo más lejos que había conseguido llegar sin consentimiento paterno fue hasta Dublín. No por más que la pillaran y castigaran severamente renunciaba a sus intentos de huir; Cork y sus padres la estaban destrozando por dentro, y ella sólo sabía desangrarse en poemas como método (sin éxito) para aliviar su profundo dolor. Sus 16 años eran más amargos que dulces, y ella los aderezaba con whiskey que robaba del mueble bar de su casa.
La muchacha de ojos marrones, igual que la canción de Van, se levantaba todas las mañanas con la intención de ir a clase pero no siempre cumplía su cometido. Algunos días se escapaba a su callejón favorito con alguna amiga para fumar marihuana y hablar de filosofía. Cuando sí cumplía con su obligación y asistía a clase, se pasaba las asignaturas relacionadas con las humanidades suspirando y en cada descanso buscaba a su profesor favorito. A Iona poco le atraían los chavales de su edad, ella prefería arrimarse a hombres bien entrados en los cuarenta o los cincuenta y soñar que rompían las normas sociales para tener una relación con ella. 
Un día de agradable tiempo por no romper con la rutina se encaminó bien temprano hacia la parada de bus que la dejaba en su instituto. Había amanecido poco tiempo antes y los cristales de los coches estaban todos adornados con el rocío. La humedad en el ambiente era casi palpable, pero a Iona le gustaba así. Ella paseaba firme con su sombrero negro y sus botas, y su estado de ánimo era neutral. Para el resto de las personas, no sentirse alegre no es algo de lo que hacer alarde, pero para ella era buena señal. Cogió el autobús, éste la dejó donde siempre, y ella, en lugar de entrar en clase prefirió desviarse en su camino y dar un paseo por sus rincones favoritos de Cork. Le gustaba mirar hacia arriba mientras paseaba por St. Patrick's Street, y acariciar las paredes de los edificios a la vez que caminaba. Siempre quiso volar, escapar de la ciudad que no le permitía ser quien era, pero en el fondo sentía algo de cariño por el olor del río y el sonido de las campanas de la catedral. "Quizá, si fuera mayor de edad podría disfrutar la vida en mi tierra", se decía ella a menudo. Pero pensar en los cuatro años que le quedaban aún por vivir como menor le revolvían el estómago. Ella adoraba sus cambios emocionales, su frustración y su pasión adolescente, pero la odiaba a la vez. Se amaba a la par que se detestaba, y la misma sensación tenía hacia el mundo.
Pasó frente a una cafetería y se quedó mirando un póster de Rory Gallagher que adornaba sus paredes. Ésto ya era motivo suficiente para impulsarla a entrar, pero lo que la hizo decidirse a quedarse y tomar algo fue que sonaban sus Rolling Stones en la radio. Un joven camarero pelirrojo de media melena despeinada acudió a tomarle nota.
—¿Qué va a tomar, señorita?
—No me llames señorita, me queda muy grande el título. Soy Iona.
—Disculpe, Iona — se rió—, ¿qué vas a tomar?
—Quiero un whiskey on the rocks, por favor.
—No parece que seas mayor de edad.
—Las apariencias engañan —dijo, sin mirarle a los ojos y con tono calmado, pero su silencio incómodo la obligó a confesar—. Venga, tío, este sitio está vacío y en la calle tampoco hay gente, ¿qué te puede pasar? 
—Vale, pero te lo voy a poner en una taza de té para que nadie sepa lo que estás bebiendo.
Simplemente agradeció con una sonrisa y cuando se fue se quedó mirando con un suspiro en la boca al joven Rory en aquel póster. ¿Qué otra cosa podría beber si se encontraba ante una representación de semejante personaje? Él era uno de los motivos que la hacían estar orgullosa de Cork. 
Se tomó su bebida pausadamente, saboreando todos esos matices que muchos no perciben hasta que alcanzan cierta edad, y se fue sin decir nada. Entró a partir del recreo a clase, y volvió a casa sin haber mediado palabra con nadie desde el camarero pelirrojo. Tenía muchas cosas que discutir consigo misma en aquel punto, su lucha interna habitual fue aumentando a lo largo del día. Se encerró en su cuarto con Byron, su gato negro, y lo acarició mientras lloraba escuchando Brown Eyed Girl. Se sentía totalmente sola e incomprendida, y la voz de Van Morrison había dejado de consolarla desde hacía un tiempo atrás. Pensaba en su futuro en Londres, con las amigas con las que sólo había tenido contacto mediante cartas, y pensaba en irse a Sudamérica a vivir durante un tiempo. El problema llegaba cuando pensaba en el corto camino que le quedaba hasta su independencia, que para ella se veía como un abismo que iba a consistir en un sufrimiento constante. Luchaban en su cabeza cuerpo a cuerpo sus sueños contra sus padres, sus amores platónicos contra la realidad y sus poemas contra su edad. No podía más, le iba a estallar la cabeza, no iba a ser capaz de aguantar cuatro años con su problema agravándose día tras días. Tan sólo quería desaparecer. 
Cuando se quedó sin lágrimas y se le borró la imagen de tristeza de la cara, fue justo el momento en el que Iona tomó una decisión. Se puso su vestido más bonito y se maquilló con sus característicos rabillos negros. Agarró su máquina de escribir y vomitó sus últimos versos, los más desgarradores que una vida humana puede crear. Cuando hubo terminado, colocó la hoja apoyada en su almohada justo al lado de dónde se encontraba su querida mascota durmiendo. Le acarició la cabecita y fue decidida al cuarto de baño. 
Cerró la puerta con pestillo, abrió el grifo y se sentó dentro vestida a esperar a que el agua la fuera cubriendo hasta la cintura. Una vez lo hizo, cogió su cuchilla de afeitar y la desmontó como bien había hecho en algunas ocasiones pasadas. Sus brazos llenos de cicatrices se mostraban para ella como un lienzo sin terminar, y se dispuso a poner fin a su obra trazando por primera vez líneas verticales que recorrían sus venas. Ya no le dolía nada, cualquier dolor físico era minúsculo en comparación con su caos mental. Sonreía al ver la bañera teñirse y la sangre comportarse bajo el agua como humo de color rojo. Su sonrisa evolucionó a una tímida risa con acento de locura, y poco a poco comenzó a canturrear en voz baja "baby, your mind done gone... Well, your mind done gone... Well, your mind done gone, left the county farm... You had the shackles on, baby, please don't go...". Iona se desvanecía poco a poco, empezaba a sentir frío aunque sabía que el agua estaba caliente y cuanto menos control sobre su cuerpo y mente tenía más a gusto se sentía. Cuando sus sentidos estaban a cada segundo más nublados, a escasos segundos de perderse para siempre, Iona escuchó a su padre aporrear la puerta y preguntarle si estaba bien.
—Tranquilo, papá —dijo con un débil hilo de voz, esbozando media sonrisa picarona— estoy mejor que nunca.
Y la joven cerró los ojos para no volver a abrirlos nunca, convirtiéndose para siempre en poesía.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Capítulo 1: Emilia.

Con 85 años y medio cargados sobre sus espaldas, dibujándole arrugas por toda la piel y quebrando poco a poco los huesos de su cada vez más débil columna vertebral, Emilia caminaba a paso lento y cojo por las calles del pueblo más feo del sur de Andalucía. Llevaba en las manos lo que ahora todo el mundo llama "tupperware" -aunque ella seguía llamándolo fiambrera- lleno de esas albóndigas en tomate que a todos sus nietos encantaban. Concretamente a la mayor de los siete se lo llevaba a su casa cerca del mar porque ese fin de semana se quedaba sola, y a Emilia le preocupaba que la pobre Lorena no tuviera qué comer en esos tres días. La casa de Emilia estaba en el centro del pueblecito, que al no ser muy grande no distaba en exceso de la playa y no era mucho camino el que tenía que recorrer. Además, este era un pueblo bastante llano, por lo que la caminata se hacía menos tortuosa que en otras localidades de los alrededores salpicadas de cuestas (como San Roque, o Algeciras). 
Eran las 12 de la mañana de un bonito día primaveral en La Línea de la Concepción. El sol, como de costumbre a esa hora, estaba haciéndose hueco en el centro de un cielo libre de nubes y dejaba caer sus rayos sobre el lomo del peñón de Gibraltar, y sus aguas, que al evaporarse impregnaban el ambiente de un intenso olor a sal marina. Emilia miraba con ojos tristes aquella pequeña colonia inglesa y se recordaba paseando por sus calles de la mano de su Manolo. Si nosotros nos estamos situando en el año 2012, sólo hacía tres años que Manolo había fallecido en su cama del hospital. Él era un gibraltareño de padre londinense y madre gaditana, que conoció a Emilia cuando él tenía 18 años y ella 14. Fueron casualidades del destino que Manolo trabajara en un estanco y que Emilia se dedicara al contrabando de tabaco inglés para poder cuidar de sus hermanos, que se habían quedado huérfanos de padre durante la guerra -lo fusilaron por rojo-, y de su madre, muy enferma. Todo ocurrió muy rápido, se conocieron, se enamoraron y al año se casaron, y en poco más de dos años Emilia ya estaba dando a luz a Mariquita, la primera de sus cinco hijos. 
Con la muerte de Manolo, algo dentro de Emilia se rompió para siempre. Ella siempre fue una mujer muy charlatana y alegre, pero desde ese momento se la notaba más alicaída y fría, aunque poco a poco se apreciaba cierta mejoría. Por suerte, tenía a toda su familia para apoyarla y quererla, a excepción de Lolo, el hijo mediano, que perdió la vida en 1993 por culpa de un accidente de tráfico, y desde entonces Emilia va todos los domingos a dejarle flores en el lugar del siniestro.
Pensaba ella en lo mayor que estaba ya su Lorena, que tenía 19 años y todavía no tenía novio, y en lo difícil que lo iba a tener para casarse si seguía conservando esas pintas de muchacho que llevaba desde hacía un par de años. "Ay, pero con las melenas tan bonitas rubias que tú tenías, ¿pero qué te has hecho?" exclamó Emilia justo en el momento en el que vio a su nieta con su nuevo corte de pelo estilo chico. A veces pensaba que igual es que su Lorenita le había salido invertida, como le pasó al hijo pequeño de su vecina Pilar, pero es que a ese se le veían desde pequeñito las maneras. 
Justo antes de llegar a su destino, Emilia paró un momento en la panadería de su sobrina para comprarle a Lorena una barra de pan con la que acompañar esas albóndigas. El olor a bollos recién hechos era el olor favorito de Emilia desde que era pequeña, ya que es un olor que echó de menos en especial durante ciertos momentos de su niñez. Se fijó en los envoltorios de las chucherías nuevas, y en que cada vez los hacen más feos y más coloridos, y se preguntó si a Lorena le seguirían gustando esas cosas.
—Buenos días, tita Emilia —saludó su sobrina, Leti, esbozando una sonrisa—, ¿qué te pongo?
—Buenos días, niña. Dame una barra que no esté muy morena pero tampoco muy clarita.
Leti entró en el cuartillo de los hornos y volvió con una bonita barra de pan recién hecha. Le indicó a su tía que costaba 50 céntimos, y ella los buscó dentro de su monedero pero se dio cuenta de que no llevaba dinero alguno encima. Muy apurada, le explicó la situación a su sobrina, y ésta decidió fiarle sin problema.
—Mañana te lo pago, si Dios quiere, niña.
Y continuó rumbo a casa de su nieta, preocupada por su memoria, que poco a poco le empezaba a fallar. "Si mi Manolo hubiera estado para recordarme que no saliera sin dinero..." pensaba, y se le empañaban los ojos recordando cómo le reñía para darle un besito después. Durante todos los años en los que estuvieron de casados, nunca tuvieron una pelea fuerte y nunca dejaron de quererse. Cruzó la calle que tenía en frente la casa de Lorena mientras se frotaba los ojos para que la joven no pudiera percibir rastro alguno de esas lágrimas que se querían escapar con el recuerdo de Manolo. A los dos pasos que dio al cruzar la carretera, Emilia notó cómo algo la empujaba violenta y rápidamente hacia adelante y contra el suelo, para después sentir un enorme peso aplastando sus frágiles huesos de octogenaria. Y justo en el minúsculo instante antes de perder la conciencia, Emilia vio el rostro de su Manolo, sonriéndole con una mano extendida hacia ella.

"¡Señora, señora! ¿Está usted bien? ¡Ay, Luis, que hemos atropellado a una anciana!"